El desamparo de las esposas, madres e hijos de los soldados desaparecidos de Congo: “¿Por qué el Gobierno nos deja morir lentamente?”

Marie-Jeanne, de 36 años y madre de cuatro hijos, vivía en el campamento militar de Katindo, muy cerca de Goma, en el este de la República Democrática del Congo (RDC), antes de la llegada de los rebeldes del M23, que tomaron esta ciudad, capital de Kivu del Norte, el pasado enero. Su marido, un soldado de las Fuerzas Armadas congoleñas, había sido enviado al frente poco antes de la ofensiva. Desde entonces, no tiene noticias de él. “No sé si está vivo o muerto. Todos los días espero una señal, un mensaje, pero nada”, cuenta la mujer. Antes, la familia vivía en una casa de madera con “cuatro habitaciones y un salón” y Marie-Jeanne vendía frutas y verduras todas las tardes en la carretera nacional número 1. Ahora, duerme “en el suelo de una escuela” con sus hijos. “No tenemos comida ni agua potable y los niños se ponen enfermos”, describe.
El calvario de Marie-Jeanne es el mismo que atraviesan miles de esposas de soldados del ejército congoleño, desde que el M23 lanzó una ofensiva en el este del país, con el apoyo de Ruanda, que ha supuesto un nuevo hito en un conflicto que dura cerca de 30 años y que ha desplazado a al menos 400.000 personas, según el Alto Comisionado de la ONU para los refugiados (Acnur). Antes de enero, los familiares de los soldados del de los rangos inferiores vivían en los campamentos militares de Katindo y cerca de la prisión central de Munzenze, en Goma. Sin embargo, mientras que los oficiales superiores pudieron poner a salvo a sus familiares, a menudo enviándolos a Kinshasa o a otras regiones más seguras, las esposas e hijos de los soldados rasos sobreviven en condiciones precarias, según relatan a EL PAÍS seis mujeres que han dado su testimonio con la condición de no publicar su nombre real por temor a las represalias del M23.
Algunas están refugiadas en escuelas o iglesias. Otras han decidido tomar la carretera hacia Beni, al norte de Goma, con la esperanza de encontrar ayuda. Pero todas coinciden en denunciar una falta de apoyo institucional, que agrava su situación y las expone al hambre, las enfermedades y la inseguridad, en un país en el que la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (OCHA) calcula que más de 21 millones de personas ―de una población de casi 118 millones― necesitan ayuda humanitaria.
Los combatientes u otros grupos desconocidos vinieron y saquearon el lugar. Lo perdí todo. Incluso la foto de mi marido
Agnès, viuda de militar congoleño
“Cuando las milicias del M23 nos expulsaron del campamento de Katindo, dejamos todas nuestras pertenencias. Los combatientes u otros grupos desconocidos vinieron y saquearon el lugar. Lo perdí todo. Incluso la foto de mi marido”, cuenta amargamente Agnès, de 32 años, viuda de un cabo caído en Kibumba. Con sus tres hijos y embarazada de un cuarto, vive en una habitación que comparte con otras dos familias. Duermen sobre unas telas colocadas directamente en el suelo. Cada mañana, Agnès se despierta a las cuatro para recoger mangos en parcelas vecinas y venderlos para mantener a su familia.
Aunque, según los últimos datos de Acnur, 1.359 militares desarmados del ejército regular y sus familias “han sido reubicados con éxito de Goma a Kinshasa”, ninguna de las mujeres consultadas para este reportaje ha recibido algún auxilio para su traslado.
Ese es el caso de Chantal, de 29 años, esposa de otro soldado del ejército regular que está desaparecido y que tiene que lavar ropa en los barrios ricos de Goma para alimentar a sus dos hijas. “Voy de casa en casa. Cuando una señora acepta, le lavo la ropa por 1.500 o 2.000 francos congoleños [unos 40 o 60 céntimos de euro]. Así es como las mantengo”, cuenta. Hay días en que vuelve sin nada en los bolsillos, ya sea porque nadie le abre la puerta o porque lava para personas que después se niegan a pagarle.

Otras mujeres han buscado cobijo en las iglesias. Como Rachel, de 17 años, huérfana, menor de edad y esposa también de un militar desaparecido, que sobrevive gracias a la generosidad de los fieles de su parroquia. “Me quedé embarazada antes de que mi marido se marchara a Masisi. Desde entonces, no sé nada de él”. La adolescente duerme ahora en una escuela abandonada y acude a una comunidad religiosa para conseguir algunos suministros básicos. Todos los domingos, el pastor pide una ofrenda especial de 500 francos congoleños [15 céntimos] por fiel para facilitar su alimentación durante la semana. “No me quejo, en esta iglesia vivo mejor que en mi hogar. Son generosos conmigo, pero tengo miedo de que se cansen”, añade Rachel.
Porque las iglesias que acogen a las mujeres y sus hijos no son un lugar seguro. Los niños que allí se refugian también sufren desnutrición y enfermedades desencadenadas por las condiciones insalubres en las que malviven. Ellas, por su parte, están expuestas a la violencia sexual y la explotación. Solo en abril, Acnur registró 106 casos de violencia contra mujeres y niñas en Kivu del Norte y Kivu del Sur. La mayoría de casos ocurrieron en Beni.

Esther, de 50 años, tampoco tiene noticias de su hijo soldado. El joven, Mardochee, de 25 años, se alistó en el ejército seis meses antes de la guerra. Desde el 28 de enero, su madre intenta contactar con él por teléfono, pero sin éxito. “¿Ha fallecido? ¿No tenía el Gobierno los nombres de los militares que se encontraban en el frente? ¿Por qué no hay ningún comunicado, como hacen otros países?, se pregunta Esther. “Pedimos a las autoridades que nos evacúen, que nos escuchen. ¿Por qué el Gobierno nos deja morir lentamente?“, suplica la mujer.
No somos enemigas del Estado. Somos las esposas, las madres, las hermanas de quienes luchan por la nación. Merecemos respeto y dignidad
Julienne, casada con un militar congoleño
Clarisse, de 22 años, abandonó Goma con sus dos hijos a cuestas, en dirección a Beni. “En Goma dormimos al aire libre. En Beni esperamos que alguna autoridad tenga piedad, por eso decidí correr este riesgo. Por el futuro de mis hijos”, añade. Con su tarjeta electoral en la mano, Clarisse se sube a una moto con sus hijos para viajar más al norte, a pesar de los riesgos que entraña el viaje. Originaria de Kasai Oriental, esta joven, que no conoce la región, llegó de Kinshasa con su marido, militar destinado en Goma cuatro meses antes de la guerra. Su único objetivo es volver a Kinshasa, ya que ha perdido toda esperanza de volver a encontrar a su esposo.

“No somos enemigas del Estado. Somos las esposas, las madres, las hermanas de quienes luchan por la nación. Merecemos respeto y dignidad”, afirma Julienne, de 39 años. Al igual que ella, el resto de mujeres que han conversado con EL PAÍS exigen al Gobierno congoleño y a la comunidad internacional “ayuda urgente” e información sobre la suerte de sus maridos. Pero sobre todo, desean ser evacuadas a zonas más seguras, como Kinshasa, para poder “reconstruir” sus vidas.
EL PAÍS